1 de mayo de 2012

1º de Mayo: Cinco vidas por ocho horas.

Aunque suene muy cruel, esto fue lo que tuvo que sacrificar el movimiento obrero internacional para lograr una reivindicación histórica. Vayamos a los hechos:

El Incidente de Haymarket.

El llamado incidente de Haymarket o revuelta de Haymarket fue un hecho histórico que tuvo lugar en Haymarket Square (Chicago, Estados Unidos) el 4 de mayo de 1886 y que fue el punto álgido de una serie de protestas que desde el 1 de mayo se habían producido en respaldo a los obreros en huelga, para reivindicar la jornada laboral de ocho horas. Durante una manifestación pacífica una persona desconocida lanzó una bomba a la policía que intentaba disolver el acto de forma violenta. Esto desembocó en un juicio, años después calificado de ilegítimo y deliberadamente malintencionado, hacia ocho trabajadores anarquistas, donde cinco de ellos fueron condenados a muerte (uno de ellos se suicidó antes de ser ejecutado) y tres fueron recluidos. Fueron denominados Mártires de Chicago por el movimiento obrero.

Posteriormente este hecho dio lugar a la conmemoración del 1 de mayo, originalmente por parte del movimiento obrero, y actualmente considerado en la gran mayoría de los países democráticos (exceptuando los Estados Unidos, el Reino Unido y el Principado de Andorra), el Día internacional de los trabajadores.

Los hechos que dieron lugar a esta revuelta están contextualizados en los albores de la revolución industrial en los Estados Unidos. A fines del siglo XIX Chicago era la segunda ciudad de EE.UU. Del oeste y del sudeste llegaban cada año por ferrocarril miles de ganaderos desocupados, creando las primeras villas humildes que albergarían a cientos de miles de trabajadores. Además, estos centros urbanos acogieron a emigrantes venidos de todo el mundo a lo largo del siglo XIX.

La reivindicación de la jornada laboral de ocho horas.

Una de las reivindicaciones básicas de los trabajadores era la jornada de ocho horas. El hacer valer la máxima ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa. En este contexto se produjeron varios movimientos. En 1829 se formó un movimiento para solicitar a la legislatura de Nueva York la jornada de ocho horas. Anteriormente existía una ley que prohibía trabajar más de dieciocho horas, salvo caso de necesidad. Si no había tal necesidad, cualquier funcionario de una compañía de ferrocarril que hubiese obligado a un maquinista o fogonero a trabajar jornadas de dieciocho horas diarias debía pagar una multa de veinticinco dólares.

El movimiento sindical en Canadá inició una campaña similar a partir de 1872 a favor del día laboral limitado y de los derechos sindicales, que se obtuvieron en la década de los 1870 en ese país.

La mayoría de los obreros estaban afiliados a la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, con una importante influencia anarquista, pero tenía más preponderancia la American Federation of Labor (AFL) (Federación Americana del Trabajo). En su cuarto congreso, realizado el 17 de octubre de 1884, había resuelto que desde el 1 de mayo de 1886 la duración legal de la jornada de trabajo debería ser de ocho horas. En caso de no obtener respuesta a este reclamo, se iría a una huelga. Recomendaba a todas las uniones sindicales a tratar de hacer promulgar leyes con ese contenido en todas sus jurisdicciones. Esta resolución despertó el interés de todas las organizaciones, que veían que la jornada de ocho horas posibilitaría obtener mayor cantidad de puestos de trabajo (menos desocupación). Esos dos años acentuaron el sentimiento de solidaridad y acrecentó la combatibilidad de los trabajadores en general.

En 1886, el presidente de Estados Unidos Andrew Johnson promulgó la llamada Ley Ingersoll, estableciendo las ocho horas de trabajo diarias. Al poco tiempo, diecinueve estados sancionaron leyes que permitían trabajar jornadas máximas de ocho y diez horas (aunque siempre con cláusulas que permitían hacer trabajar a los obreros entre catorce y dieciocho horas). Las condiciones de trabajo eran similares, y las condiciones en que se vivía seguían siendo insoportables.

Como la Ley Ingersoll no se cumplió las organizaciones laborales y sindicales de Estados Unidos se movilizaron. La prensa calificaba el movimiento en demanda de las ocho horas de trabajo como "indignante e irrespetuoso", "delirio de lunáticos poco patriotas", y manifestando que era "lo mismo que pedir que se pague un salario sin cumplir ninguna hora de trabajo".
Más detalles



Los mártires de Chicago, vistos por José Martí .

El 11 de noviembre de 1887 se consumó el crimen legal con el ahorcamiento de los llamados "Mártires de Chicago". Entre los periodistas que cubrieron aquella trágica noticia estaba José Martí, el héroe nacional cubano. “Un drama terrible” fue el titular de la crónica que el poeta cubano publicó en diario La Nación de Buenos del 1º de enero de 1888. Por su insuperable elocuencia y realismo, reproducimos aquí el relato completo del gran escritor y político americano:


Un drama terrible.

“Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo incesante del telégrafo que el "Sun" de Nueva York tenía establecido en el mismo corredor... por sobre el silencio que encima de todos esos ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba el cadalso.

-Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide.
El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.

-La trampa está firme, a unos diez pies del suelo... No; los maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de estar decente, muy decente... Sí, la milicia está a mano; y a la cárcel no se dejará acercar a nadie... De veras que Lingg era hermoso...

Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al cadalso un gato...

Cuando de pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula primero, vibrante en seguida, pura y luego serena, como quien ya se siente libre de polvos y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis, recitaba "El tejedor", de Heinrich Heine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:

"Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!'

Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos los periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien va a emprender vuelo.

El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.

-¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera de alcaidía?

-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo más que a mi vida misma, la causa del trabajador; y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta.

-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lóbregos del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas, Engel?

-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No, alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto! -Y uno sobre otro, se bebe tres vasos...

Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el "Arbeiter Zeitung" el universo dichoso, color de llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo.

¡Oh Patria, raíz de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz por mil medios sutiles! "Sí, alcaide -dice Spies-, beberé un vaso de vino del Rin".

Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de "La Marsellesa" que cantó con la cara vuelta al cielo...

Parsons, a grandes pasos mide el cuarto..., vuélvese hacia la reja..., gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada, al dar contra los labios, se le extingue como en la arena movediza se confunden y perecen las olas.

Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es aquélla la hora!

Salen de sus celdas al pasadizo angosto. "¿Bien?". "¡Bien!". Se dan la mano, sonríen, crecen: "Vamos".

El médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!

Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros.

Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.

Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons; les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas.

Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes; "La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora". Fischer dice, mientras el vigilante atiende a Engel: "Este es el momento más feliz de mi vida".

"¡Hurra por la anarquía!", dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario las manos amarradas hacia el alcaide. "Hombres y mujeres de mi querida América...", empieza a decir Parsons... Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando.

Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores”.

Epílogo

Los funerales de los que enseguida se empezó a llamar "Mártires de Chicago" se efectuaron el día 12 de noviembre de 1887. El ataúd de Spies iba oculto bajo las coronas; el de Parsons, escoltado por 14 obreros que llevaban una corona simbólica cada uno; el de Fischer, adornado con guirnaldas de lirio y clavelinas; los de Engel y Lingg (junto de nuevo a sus compañeros), envueltos en banderas rojas.

Las viudas y los deudos, de riguroso luto, y encabezando el cortejo un veterano de la guerra civil, con la bandera de los Estados Unidos. 25.000 personas asistieron a las exequias y otras 250.000 flanquearon el recorrido. Durante días las casas obreras de Chicago exhibieron una flor de seda roja clavada a su puerta en señal de duelo.

En 1893, un nuevo gobernador de Illinois, John Atgeld, accedió a que se revisara el proceso. Las diligencias practicadas por el juez Eberhardt entonces establecieron que los ahorcados no habían cometido ningún crimen y que “habían sido víctimas inocentes de un error judicial”.

Schwab, Fielden y Neebe fueron puestos en libertad. La hermana del testigo Waller demostró al juez que todo lo dicho por él era falso y cómo se había comprado su testimonio; se recogieron declaraciones contra el capitán Bonfield, que había manifestado: “Dénme unos tres mil de esos anarquistas y yo sé lo que voy a hacer con ellos”.

Se probó cómo el procurador especial Rice dispuso la integración espúrea del Jurado y otros delitos semejantes. Pero ya era demasiado tarde. Aquellos inocentes, “víctimas de un error judicial”, estaban muertos.

¿Y del Día de los Trabajadores.., del 1° de mayo..., qué fue en los Estados Unidos?
El dirigente Peter J. Mac Guire había propuesto en 1882 en un mitin de la Central Labor Union, de Nueva York, celebrar el primer lunes de septiembre como “Fiesta de los que trabajan”.

Así nació el Labor Day norteamericano, que se celebró el lunes 5 de septiembre de 1882 por primera vez con un desfile, concierto y picnic.

Desde entonces, y más aún luego de los sucesos de Chicago, el sindicalismo oficial de los EE.UU. con apoyo del Gobierno, celebra esa “fiesta” cada primer lunes de septiembre y ayuda con celo inigualable a los patrones para que millones de trabajadores se olviden del real sentido del 1º de mayo, y hasta de la fecha misma.

Pero no podrán borrar sobre su propio territorio, ni sobre toda la faz de la Tierra, la sombra oscilante de los ahorcados de Chicago.

José Martí.


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